sábado, 9 de noviembre de 2013

BUHONERO DE AMOR

Tengo un amigo que escribe, él si escribe de verdad y no yo. Antes de conocerle personalmente ya me tenía fascinada y encandilada con sus relatos e historias. Muchas de sus historias son realmente ingeniosas algunas conmueven por su ternura, y otras resultan hilarantes. Así que un día le pregunté de dónde sacaba tanta inspiración. Para mi sorpresa me contó que muchas de las historias las escribía a partir de un título; muchos de ellos se los daban sus amigos. Así que le sugerí un título con una de mis palabras favoritas, buhonero y le pedí que escribiera un cuento titulado Buhonero de Amor.

Un buen día al cabo de unos meses, me sorprende con un tierno relato que me dedica: "Lo he escrito por ti y para ti". Conmovida por el maravilloso regalo, para una amante de la lectura como yo, me dejó sin palabras. Tuvo además el detalle de que sus protagonistas fueran una pareja que ya forma parte de algunos de sus cuentos y son mis personajes favoritos. El amor que esta pareja desprende es el que todos desearíamos tener.

No soy nada objetiva, quiero y admiro a mi amigo escritor Sergio Lobejón Santos, para mí es una de las personas con más talento que conozco.
Espero que os guste el relato tanto como a mí.

BUHONERO DE AMOR

Las mañanas de mercadillo parecían lo más cercano a una máquina del tiempo. La ciudad estaba inmersa en un cambio perpetuo. A lo largo de los siglos había atravesado numerosas transformaciones, pero la metamorfosis no había afectado a ese pequeño rincón, que parecía querer aislarse del devenir de la urbe. Todos los domingos se colocaban todo tipo de puestos: vendedores de estampitas, coleccionistas de sellos y cromos, anticuarios de poca monta, libreros que nunca se convirtieron en lectores.

Ángel llevaba muchos años en el mercado. Había nacido en una familia de buhoneros que se había instalado en la ciudad cansada de la vida nómada. El tiempo y el cansancio le habían enseñado que aquella vida tampoco era para él, así que sólo abandonaba su lugar en la plaza del mercado en ocasiones especiales, como ferias o fiestas locales. Desde aquel hogar vetusto contemplaba los ires y venires de toda clase de gente: algunos con un rumbo determinado, caminantes de paso errático, parejas que no veían más allá de los ojos del otro, otras que apartaban la mirada por no tener que volver a notar la indiferencia, pies que se iban empequeñeciendo mientras trataban de encontrar el camino de vuelta a casa.

No había nada de exótico en el género que manejaba Ángel. Él sólo podía ofrecer unas pocas baratijas como remedio para el dolor de espíritu. En los cajones deslustrados de una vieja cómoda de madera de coco tenía todo lo que hacía falta para remendar años de negligencia: hebras de algodón para coser un corazón deshilachado, tijeras de filo delicado para cortar de raíz el dolor, parches para recuperar voluntades maltrechas, botones para impedir que se escape el último aliento de vida.

Para cualquier otro, esas no eran más que herramientas de mercero, pero él prefería darles un valor místico antes que pensar que su trabajo era como otro cualquiera. Nunca habría suficiente mercancía para reparar tanto daño. Su vida cobraba sentido cuando recorría la distancia entre pueblo y pueblo y sacaba de aquellos cajones pequeñas recetas de amor para todo el que las quisiera probar, como si se trataran de reliquias milagrosas traídas del lejano oriente. Para él una simple sonrisa sincera hacía que mereciera la pena montar su teatrillo cada semana.

A Elisa esas historias le hacían gracia. Pensaba que no eran más que payasadas de Ángel para pasar el rato, aunque en el fondo le llamaba la atención que todavía conservara esa capacidad para cambiar el mundo que le rodeaba que no era propia de personas adultas. Ella prefería mantener los pies en el suelo y que fueran otros quienes le ayudaran a abrir las alas y remontar el vuelo. Para eso estaba Ángel. Estaba más que acostumbrada a la imaginación vívida del buhonero. Después de todo, llevaba años compartiendo trabajo con él, y otros tantos compartiendo su vida. Era incapaz de percibir esas fragancias especiadas de las que hablaba Ángel. Lo único que le llegaba hasta allí era el olor avinagrado a encurtidos del puesto de enfrente y el aroma genérico que desprendía la muchedumbre que siempre se congregaba en la plaza.

Ángel miró a Elisa con una sonrisa afable y le dijo:

- Necesito un poco más de medicina carmesí para el corazón.

- Aquí tienes, un poco de tinte rojo.

- Gracias, mi Princesa Sherezade.

- Te entiendo porque eres tú, pero a veces me cuesta.

- Pues no debería.

- ¿Por qué no?

- Porque no hay lengua local más universal que lo que siento por ti.

- Pues me vas a tener que empezar a preparar un diccionario entonces.

- Si lo hiciera, ¿qué sentido tendría? Prefiero que lo entiendas todo con solo mirarme a los ojos y saber que es verdad cada palabra que te digo.

- No siempre es fácil con las historias que me cuentas. A veces me dejas desubicada. ¿De qué sirve la realidad si siempre intentas salirte de ella?

- ¿Qué valor tendría la realidad si no se pudiera transformar? Veo lo mismo que tú y lo mismo que cualquier otra persona. No entiendo qué hay de malo en tener un poco más de intrepidez y no conformarme con lo que aparece delante de mis ojos.

- Supongo que a veces me agota seguirte el ritmo.

- Eso es porque te resistes, pero si me agarras la mano muy fuerte y te dejas llevar por el sonido de mis pasos, verás cómo llegamos juntos hasta donde queramos.

- ¿Y cómo lo conseguiremos, Ángel? No somos más que un par de vendedores en un mercado cualquiera.

- Es muy sencillo. Deja que sea tu buhonero de amor.

Ángel colocó la mano derecha de Elisa a la altura de su corazón, y mirando a la joven con ojos de amor, le dedicó unas últimas palabras con ternura:

- Puede que a veces no repares en eso, pero te aseguro que tienes aquí todo lo que te hace falta para amar. Es verdad, lo que vendemos no son más que fruslerías. No te puedo ofrecer nada más que mi corazón, pero no es poca cosa. No tienes que tener miedo. Aunque cambie el escenario en mi teatrillo, sabes que siempre estaré ahí, agarrándote de la mano para nunca tengas nada que temer.

Elisa torció levemente las comisuras de sus labios en un gesto de felicidad. Ángel ya no necesitaba más prueba de que su locura estaba plenamente justificada.

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